EL IGNOTO

Semanario del Municipio de Nyarlathotepec

Novus Ordo Seclorum (Patente Pendiente)

Justo arriba del pórtico art nouveau hay una grabación en piedra que se niega a perder la batalla contra décadas de caprichos estéticos y reparaciones improvisadas. Abajo de un manojo de cables que ya nadie recuerda su función original, e incontables capas de pintura, todavía se alcanzan a distinguir las letras que dicen “Edificio Karloff Est. 1924”. Las inclemencias naturales y el error humano han ido transformando la fachada de diez pisos en una amalgama de formas que parecen ir contando el proceso socioeconómico de sus habitantes: un poco de burguesía por aquí, algo de clase media por allá, renovaciones brutalistas del estado donde falte, y una sinfín antenas parabólicas por si las dudas.

Esta mixtura, esta unión imposible de todos los estilos del siglo veinte, ni siquiera es especial en su desorden. Todas las edificaciones de la colonia parecen haber adquirido las mismas excentricidades arquitectónicas, casi como si el genotipo de la ciudad hubiera sufrido alguna especie de mutación morfológica. Es cierto que las grandes urbes se asemejan a organismos vivos compuestos por elementos microscópicos trabajando más o menos al unísono en el nombre del bien común, y también es cierto que existe una jerarquía en estos microorganismos, desde los grandes órganos que dirigen las funciones vitales, hasta las pequeñas células que engrasan los engranes de la maquinaria de la vida.

También es cierto que en estas operaciones siempre quedan los desubicados, la bacteria supervivientes, los virus furtivos y los aprovechados parásitos metidos en los recovecos olvidados; o en el caso de la ciudad, Ferdinando Robles, vendedor de puerta en puerta que se encuentra en la entrada del edificio-mutación.

Ferdinando puede recordar cuando se fundó el edificio, puede recordar sus magníficos canceles de madera importada tallada en curvas ordenadas, puede recordar el verde casi esmeralda de sus muros de cantera verde reluciendo durante sus primeros años; y aún así, a pesar del inclemente paso del tiempo, este vendedor itinerante aún encuentra bello el edificio. Es por el reto que presentan, cualquier hombre con un pie lo suficientemente nudoso para soportar un portazo y una sonrisa convincente, puede vender cualquier producto; pero se necesita un don especial para lograrlo a través de un interfono, o si se prefiere, a gritos desde la calle hasta un balcón.

Claro, también está el hecho de que los edificios altos siempre proveen de buena sombra.

A Ferdinando nunca le ha agradado mucho el sol, ni siquiera antes de que obtuviera su empleo actual. Para él no había nada peor que un maravilloso día de primavera, y encontraba francamente obscenas a las personas que voluntariamente dejaban cocinar sus carnes en el nombre de la belleza. Todo eso no eran más que simples lucubraciones obsesivas, claro; el turno de Ferninando comenzaba con el crepúsculo y terminaba al amanecer, y a pesar de lo que cualquiera pudiera creer sobre el infortunio de ser un vendedor de puerta a puerta nocturno, el negocio no iba mal.

Su parte favorita era la elección del timbre, se enorgullecía de tener una intuición natural para tocar el interfono de un posible cliente receptivo, teorizaba que eran los timbres cuidados, los que el nombre del inquilino siempre estaba escrito con buena caligrafía en un pedazo de papel nuevo bien recortado, un saludo cordial a los desconocidos de la calle, un desesperado llamado de atención.

Oprimió el botón del número doce.

Silencio.

—¿Quién?—preguntó una voz al otro lado del aparato.
—Sí, buenas noches ¿El señor de la casa?
—¿Qué quiere?
—Mire señor…—Titubeó Ferdinando mientras leía el apellido en la etiqueta—. Gorostiza. De antemano quiero pedirle una disculpa por molestarlo a estas horas, pero le traigo una noticia de suma importancia.
—¿Cómo?
—Verá, mi nombre es Ferdinando Carrera y le vengo ofreciendo la oportunidad de su vida—.Contestó—. El verdadero y único remedio para todos sus males ¿Cuántos años tiene? ¿Siente que su vitalidad ya no es la de antes? ¿Quisiera que su esposa se arrepintiera de haberlo dejado?.
—Oiga mire… ¿Cómo dijo?
—Que si siente que su vitalidad…
—No, lo otro que dijo.
—Que cuántos años…
—¡Eso no! — gritó Gorostiza—. Lo otro.
—No sé de que me habla señor, pero ¿sabía usted que la perdida de memoria a corto plazo es un síntoma de la senilidad? — preguntó—. ¿No ha sentido que a veces sale a la calle y ya no se acuerda a dónde iba?
—A ver, un momentito…
—Señor, su enojo es totalmente comprensible—. dijo—.Después de todo, debe ser muy feo envejecer sólo. ¡Pero le traigo una solución eterna! No es milagro, no es remedio casero y más de un milenio de experiencia la avala.
—¡Vaya a chingar a su madre!

Silencio otra vez.

El sistema no era infalible, claro. Era normal que en una ciudad tan grande como esta hubiera alguno que otro descreído incapaz de darle a uno el beneficio de la duda. Tampoco los culpaba, con tanto estafador reclutando ilusos para sus esquemas piramidales, era normal que uno se volviera escéptico. Estaba consiente de las críticas y rumores sobre su producto, que si era un esquema piramidal, un sistema atrapa bobos, el vaticinio del inicio del fin. Pero nada de eso, en los cursos de inducción le habían dejado claro que era un nuevo modelo de distribución de servicios que utilizaba técnicas de gratificación para construir una fuerza de trabajo activa y leal; tenía como comprobarlo, a diferencia del edificio, él no había envejecido un solo día.

—¿Y sí funciona?

Ferdinando brinco del susto:
—¿Señor Gorostiza?— preguntó.
—No, cabrón. Soy su conciencia ¿Me va a decir cómo funciona?
—Claro—Ferdinando recuperó su voz de vendedor—. Pues es muy sencillo, simplemente hace el pago y se le administra una dosis de prueba; de estar contento con los resultados deberá firmar un contrato si quiere recibir más producto.
—Para eso me gustaba…
—No se desanime. En Tepes Ilimitada estamos comprometidos con la calidad de nuestro producto, por ello, a todos las personas que decidan firmar el contrato serán invitadas a participar a los simposios impartidos diariamente en nuestra casa matriz de Bucarest, Rumania.
—¿Y eso cuánto me va a costar?
—Esa es la mejor parte, la empresa se encarga de todos los gastos y usted podrá disfrutar una semana en el París del Este a cambio de que nos ayude a dar a conocer nuestros servicios.
—¿Usted lo usa?—preguntó.
—Es mejor que un baño en temazcal, señor. Más de mil años de investigación en los montes Urales respaldan…
—Si, si. Ya le entendí.— Pasó un minuto en el que nadie dijo nada, Ferdinando comenzó a caminar hacia la calle, se le había escapado por poco. Quizá en el edificio adjunto correría con más suerte.

—¿Y qué está esperando?

Ferdinando regresó al interfono.

—Es que no puedo pasar si usted no me invita.
—Pero la puerta no tiene seguro, hombre.
—No, no. Es que por políticas de la empresa necesito su permiso.
—¡Pues pásele!

A Ferdinando le ardían los colmillos de la emoción, el número tres en menos de un siglo. Uno más y pagaría su deuda, no le preocupaba que se fuera a echar para atrás, rara vez tenían oportunidad de decir algo cuando lo tenían enfrente.

Gigante Rojo

(Publicado originalmente para el concurso #92 de Las Historias)

—Tres meses. Bueno, ya cuatro en noviembre—me dijo—. El señor de adelante lleva dos.

­— ¿Pero cómo?

—Es que heredó el lugar de su abuelo­— señaló la bolsa negra que cargaba el señor—. Quesque traen una maquina de movimiento perpetuo.

El sombrero de la señora despedía un olor a sudor rancio, con este mentado calor todos lo hacíamos. La verdad es que ya ni me acuerdo cómo se sentía tener frío en invierno. Saqué un pañuelo para secarme la frente; la señora me miró.

—Cada día está más gacho ¿no? —Usó su sombrero de paja a modo de abanico—. La semana pasada mi hija me hizo relevo, me dijo que en Rusia se desesperaron y ya despegaron a las colonias de Centauri.

Chequé mi celular. Lo hice por costumbre, no había señal desde hace un mes y los satélites que quedaban eran de uso exclusivo para las autoridades.

— ¿Y usted? — Me preguntó.

— ¿Perdón?

— ¿Qué se trajo?

—Unos diarios de Frida Kahlo.

— ¡Achis!

— Me tocó turno de guardia el día que saquearon el museo. También tenía unos bocetos pero los cambié por tres rotoplas llenos hasta el tope de agua limpia.

— ¿Y a poco con eso le van a dar lugar en la nave?

—Pues se supone que ahorita andan rescatando todo lo que tenga valor histórico—agarré con fuerza mi portafolio—. Ya ve que fue de lo primero que acabó en la pira de las vanidades.

—Es que con estas filas más vale tener algo que valga mínimo un boleto—me dijo—, desde aquí todavía son tres cuadras a la oficina de intercambio.

—Nomás necesito uno.

—A mí sólo me falta uno.

La señora chifló con fuerza y acto seguido sentí un golpe en la nuca; me robaron el portafolio y mi única oportunidad para escapar de la tierra. Acabé de espaldas sobre la banqueta ardiente. El sol dominaba el cielo: rojo, gigante, moribundo.